martes, 7 de diciembre de 2010


Entre la penumbra y el diluvio, no sé cómo encontró el camino, pero de algún modo llegamos a una carretera secundaria, con más aspecto de un camino forestal que de carretera. La conversación resultó imposible durante un buen rato, dado que yo iba rebotando arriba y abajo en el asiento como un martillo pilón. Sin embargo, Edward parecía disfrutar del paseo, ya que no dejó de sonreír en ningún momento. Y entonces fue cuando llegamos al final de la carretera; los árboles formaban grandes muros verdes en tres de los cuatro costados del Jeep. La lluvia se había convertido en llovizna poco a poco y el cielo brillante asomaba entre las nubes. —Lo siento, Bella, pero desde aquí tenemos que ir a pie. — ¿Sabes qué? Que casi mejor te espero aquí. —Pero ¿qué le ha pasado a tu coraje? Estuviste estupenda esta mañana. —Todavía no se me ha olvidado la última vez. Parecía increíble que aquello sólo hubiera sucedido ayer. Se acercó tan rápidamente a mi lado del coche que apenas pude apreciar una imagen borrosa. Empezó a desatarme el arnés. —Ya los suelto yo; tú, vete —protesté en vano. —Humm... —parecía meditar mientras terminaba rápidamente—. Me parece que voy a tener que forzar un poco la memoria.
Antes de que pudiera reaccionar, me sacó del Jeep y me puso de pie en el suelo. Había ahora apenas un poco de niebla; parecía que Alice iba a tener razón.
¿Forzar mi memoria? ¿Cómo? —pregunté nerviosamente.
Algo como esto —me miró intensamente, pero con cautela, aunque había una chispa de humor en el fondo de sus ojos.
Apoyó las manos sobre el Jeep, una a cada lado de mi cabeza, y se inclinó, obligándome a permanecer aplastada contra la puerta. Se inclinó más aún, con el rostro a escasos centímetros del mío, sin espacio para escaparme.

—Ahora, dime —respiró y fue entonces cuando su efluvio desorganizó todos mis procesos mentales—, ¿qué es exactamente lo que te preocupa? —Esto, bueno... estamparme contra un árbol y morir —tragué saliva—. Ah, y marearme.
Reprimió una sonrisa. Luego, inclinó la cabeza y rozó suavemente con sus fríos labios el hueco en la base de mi garganta.
— ¿Sigues preocupada? —murmuró contra mi piel. — ¿Sí? —luché para concentrarme—. Me preocupa terminar estampada en los árboles y el mareo.
Su nariz trazó una línea sobre la piel de mi garganta hasta el borde de la barbilla. Su aliento frío me cosquilleaba la piel.
— ¿Y ahora? —susurraron sus labios contra mi mandíbula.
—Árboles —aspiré aire—. Movimiento, mareo.
Levantó la cabeza para besarme los párpados. —Bella, en realidad, no crees que te vayas a estampar contra un árbol, ¿a que no? —No, aunque podría —repuse sin mucha confianza. Él ya olía una victoria fácil. Me besó, descendiendo despacio por la mejilla hasta detenerse en la comisura de mis labios. — ¿Crees que dejaría que te hiriera un árbol? Sus labios rozaron levemente mi tembloroso labio inferior. —No —respiré. Tenía que haber en mi defensa algo eficaz, pero no conseguía recordarlo. —Ya ves —sus labios entreabiertos se movían contra los míos—. No hay nada de lo que tengas que asustarte, ¿a que no? —No —suspiré, rindiéndome. Entonces tomó mi cara entre sus manos, casi con rudeza y me besó en serio, moviendo sus labios insistentes contra los míos. Realmente no había excusa para mi comportamiento. Ahora lo veo más claro, como es lógico. De cualquier modo, parecía que no podía dejar de comportarme exactamente como lo hice la primera vez. En vez de quedarme quieta, a salvo, mis brazos se alzaron para enroscarse apretadamente alrededor de su cuello y me quedé de pronto soldada a su cuerpo, duro como la piedra. Suspiré y mis labios se entreabrieron. Se tambaleó hacia atrás, deshaciendo mi abrazo sin esfuerzo.
¡Maldita sea, Bella! —se desasió jadeando—. ¡Eres mi perdición, te juro que lo eres! Me acuclillé, rodeándome las rodillas con los brazos, buscando apoyo. —Eres indestructible —mascullé, intentando recuperar el aliento. —Eso creía antes de conocerte. Ahora será mejor que salgamos de aquí rápido antes de que cometa alguna estupidez de verdad —gruñó.

Me arrojó sobre su espalda como hizo la otra vez y vi el tremendo esfuerzo que hacía para comportarse dulcemente. Enrosqué mis piernas en su cintura y busqué seguridad al sujetarme a su cuello con un abrazo casi estrangulador.
—No te olvides de cerrar los ojos —me advirtió severamente.

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