sábado, 20 de noviembre de 2010


A la mañana siguiente, cuando me detuve en el aparcamiento, dejé mi coche lo más lejos posible del Volvo plateado. Quise apartarme del camino de la tentación para no acabar debiéndole a Edward un coche nuevo. Al salir del coche jugueteé con las llaves, que cayeron en un charco cercano. Mientras me agachaba para recogerlas, surgió de repente una mano nivea y las tomó antes que yo. Me erguí bruscamente. Edward Cullen estaba a mi lado, recostado como por casualidad contra mi automóvil.
— ¿Cómo lo haces? —pregunté, asombrada e irritada.
— ¿Hacer qué?
Me tendió las llaves mientras hablaba y las dejó caer en la palma de mi mano cuando las fui a coger.
—Aparecer del aire.
—Bella, no es culpa mía que seas excepcionalmente despistada.
Como de costumbre, hablaba en calma, con voz pausada y aterciopelada. Fruncí el ceño ante aquel rostro perfecto. Hoy sus ojos volvían a relucir con un tono profundo y dorado como la miel. Entonces tuve que bajar los míos para reordenar mis ideas, ahora confusas.
— ¿A qué vino taponarme el paso ayer noche? —Quise saber, aún rehuyendo su mirada—. Se suponía que fingías que yo no existía ni te dabas cuenta de que echaba chispas.
—Eso fue culpa de Tyler, no mía —se rió con disimulo—. Tenía que darle su oportunidad.
—Tú... —dije entrecortadamente.
No se me ocurría ningún insulto lo bastante malo. Pensé que la fuerza de mi rabia lo achantaría, pero sólo parecía divertirse aún más.
—No finjo que no existas —continuó.
— ¿Quieres matarme a rabietas dado que la furgoneta de Tyler no lo consiguió?
La ira destelló en sus ojos castaños. Frunció los labios y desaparecieron todas las señales de alegría.
—Bella, eres totalmente absurda —murmuró con frialdad.
Sentí un hormigueo en las palmas de las manos y me entró un ansia de pegar a alguien. Estaba sorprendida. Por lo general, no era una persona violenta. Le di la espalda y comencé a alejarme.
—Espera —gritó. Seguí andando, chapoteando enojada bajo la lluvia, pero se puso a mi altura y mantuvo mi paso con facilidad.
—Lo siento. He sido descortés —dijo mientras caminaba. Le ignoré—. No estoy diciendo que no sea cierto —prosiguió—, pero, de todos modos, no ha sido de buena educación.
— ¿Por qué no me dejas sola? —refunfuñé.
—Quería pedirte algo, pero me desviaste del tema —volvió a reír entre dientes. Parecía haber recuperado el buen humor. — ¿Tienes un trastorno de personalidad múltiple? —le pregunté con acritud. —Y lo vuelves a hacer. Suspiré. —Vale, entonces, ¿qué me querías pedir? —Me preguntaba si el sábado de la próxima semana, ya sabes, el día del baile de primavera... — ¿Intentas ser gracioso? —lo interrumpí, girándome hacia él. Mi rostro se empapó cuando alcé la cabeza para mirarle. En sus ojos había una perversa diversión. —Por favor, ¿vas a dejarme terminar? Me mordí el labio y junté las manos, entrelazando los dedos, para no cometer ninguna imprudencia. —Te he escuchado decir que vas a ir a Seattle ese día y me preguntaba si querrías dar un paseo. Aquello fue totalmente inesperado. — ¿Qué? —no estaba segura de adonde quería llegar. — ¿Quieres dar un paseo hasta Seattle? — ¿Con quién? —pregunté, desconcertada. —Conmigo, obviamente —articuló cada sílaba como si se estuviera dirigiendo a un discapacitado. Seguía sin salir de mi asombro. — ¿Por qué? —Planeaba ir a Seattle en las próximas semanas y, para ser honesto, no estoy seguro de que tu monovolumen lo pueda conseguir.
—Mi coche va perfectamente, muchísimas gracias por tu preocupación.
Hice ademán de seguir andando, pero estaba demasiado sorprendida para mantener el mismo nivel de ira.
— ¿Puede llegar gastando un solo depósito de gasolina?
Volvió a mantener el ritmo de mis pasos.
—No veo que sea de tu incumbencia.
Estúpido propietario de un flamante Volvo.
—El despilfarro de recursos limitados es asunto de todos.
—De verdad, Edward, no te sigo —me recorrió un escalofrío al pronunciar su nombre; odié la sensación—. Creía que no querías ser amigo mío.
—Dije que sería mejor que no lo fuéramos, no que no lo deseara.
—Vaya, gracias, eso lo aclara todo —le repliqué con feroz sarcasmo.
Me di cuenta de que había dejado de andar otra vez. Ahora estábamos al abrigo del tejado de la cafetería, por lo que podía contemplarle el rostro con mayor comodidad, lo cual, desde luego, no me ayudaba a aclarar las ideas.
—Sería más... prudente para ti que no fueras mi amiga —explicó—, pero me he cansado de alejarme de ti, Bella.
Sus ojos eran de una intensidad deliciosa cuando pronunció con voz seductora aquella última frase. Me olvidé hasta de respirar.
— ¿Me acompañarás a Seattle? —preguntó con voz todavía vehemente. Aún era incapaz de hablar, por lo que sólo asentí con la cabeza. Sonrió levemente y luego su rostro se volvió serio. —Deberías alejarte de mí, de veras —me previno—. Te veré en clase. Se dio la vuelta de forma brusca y desanduvo el camino que habíamos recorrido.

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